Tallaboa, Periodicos Y Cafe


Tallaboa, Periódicos y Cafe - Edil Rentas Casiano

Versión Revisada - 10/2025

El olor del café sube desde mi taza mientras leo el periódico del domingo. De pronto, mi mente retrocede en el tiempo y de momento ya no estoy en mi balcon en Florida. Estoy de vuelta en mi vieja bicicleta azul con asiento banana, corriendo por las calles de mi viejo barrio Tallaboa Encarnación, en Penuelas, Puerto Rico, como cuando yo era muchacho.

Eran las cinco y media de la mañana. Todo estaba oscuro todavía cuando yo amarraba la bolsa de El Nuevo Día en el manubrio. Los periódicos—El Nuevo Día, El Mundo, y

The San Juan Star—estaban pesados en la bolsa. Cada uno tenía las noticias que iban a despertar al barrio.

Siempre empezaba en El Pueblito, en La Antorcha Encendida, el negocio de Don Gelo donde él ya estaba preparando su motora Cushman de tres ruedas para ir a Ponce. El sonido del motor rompía el silencio de la  madrugada.

"Buenos días, Don Gelo," le decía mientras recogía el San Juan Star. 

"Otro día en paradiso, muchacho," me contestaba con esa sonrisa que parecía saber todos los secretos del mundo. Esas palabras se me quedaron grabadas para siempre, y más tarde se convirtieron en mi frase favorita y el título de página de blog.

De ahí seguía por todo el barrio en mi bicicleta. La primera parada era la casa de Mrs Diaz, nuestra maestra de inglés de la Escuela Intermedia Segunda Unidad de Encarnación. Su esposo Don Joe ya estaba haciendo café que llenaba su balcón con su aroma embriagador. Mrs Díaz y su esposo esperaban su periódico en inglés diariamente con ansias de devorar su información. Para muchos era un ritual recibir el periódico mañanero para degustarlo junto con su café o desayuno mañanero. Si bien, en ese tiempo pre internet, el periódico de cada mañana era la manera obvia de romper el ayuno de información del que disfrutábamos cada noche.

Luego de salir de El Pueblito seguía por la primera calle, pasando la tienda de Don Agustín Avilés y mi casa al lado del Centro Comunal, en camino al sector El Boquete.  En la primera calle a menudo me encontraba a Don Juanito, quien según entiendo llego a vivir hasta los 107 años. el solía saludar levantando su mano derecha aguantando su inseparables cigarros. Frecuentemente se sentaba en el contador de agua, frente a su casa, pasando Los Alicea, y aunque no lo podia ver sabia que estaba alli por el humo de su cigarro.

Mas adelante pasaba la casa de Don Carlin y Rafaela Velazquez, los padres de mis hermanos postizos, y mejores amigos, mios y de muchos otros jóvenes del barrio. Su casa era un punto de compartir, donde las puertas de su casa eran tan grandes y anchas como sus corazones.  

Continuaba pasado las residencias de los Avilez, Flora, Echevarria, Aponte y Arce entre otros hasta cruzar hacia el boquete.  

El Boquete era el sector donde vivían mis amigos Juan Velázquez, su esposa Milagros Franceschi e hijos, con los que compartía a menudo. Aparte de ellos, en El Boquete también vivían varias familias que recibían el San Juan Star pues preferían sus noticias en inglés. Mi bicicleta ya conocía cada hoyo, cada curva, cada subida del barrio entero.

De regreso al barrio, subía la cuesta que se encontraba opuesta a la entrada del boquete, por el lado donde vivía Don Luis Torres y su esposa Doña Pepita Velázquez y su familia, era alta y larga, por lo que la tenía que subir a pie, empujando mi bicicleta. En ese tiempo solía también compartir mucho con ellos, al igual que con sus padres Don Toñin y Doña Nona, donde me trataban como otro de sus nietos.

A medida que hacía el recorrido por el barrio, veía el amanecer crecer ante mis ojos, mientras las luces callejeras comenzaban una a una, su descanso.

Por la Segunda Calle bajaba rápido, pasando la casa de los Plana, los Arce, Doña Conce, y los Cuascut. Al bajar la subida pasaba los Valentín y mi compañera de clases Awilda (Tanta), los Echevarría donde residía mi amigo Cachito, con quien aprendí a brillar zapatos. La cuesta de los Cuascut y los Valentín era empinada y larga y divertida, pues me permitía coger gran velocidad mientras la bajaba.

Más adelante pasaba la casa de mi amigo y compañero de clase Samuel, a quien cariñosamente le llamábamos Jueyito, para luego llegar a la otra lomita donde vivía Doña Genoveva (Doña Geno), quien por muchos años amorosa y cariñosamente cuidó de nuestra escuela, proveyéndonos un plantel limpio y seguro, junto a Don Luis Aponte. Lo más peligroso de mi ruta era la la loma de Doña Geno a toda velocidad para subir por el lado de la barbería, me estrellé con la g intersección que pasaba por la barbería de Don Agustín. Una vez en esa intersección bajando desdeuagua blanca de Carlín Velázquez, mi segundo padre.

Bajando la subida pedaleando rápidamente, al acercarme a la intersección veo aparecer a Carlín en su Hornet Blanca, pego freno con todas mis fuerzas, perdiendo el control de la bicicleta, terminando estrellado contra el guardalodo de atrás. Él se preocupó más por mí que por el golpe que le di a su carro, porque Carlín era así—tenía un corazón muy grande a pesar de parecer serio y de poco hablar. Me disculpé con mucha pena y cojeando continué mi camino. Nunca él le dijo a papi del incidente, y obviamente yo tampoco.

Seguía hacia el oeste por todas las casas que conocía: los Velázquez, donde Doña Irma Quirindongo, la enfermera se preparaba para ir al trabajo; Filipo y los Casiano, la tienda de los Nigaglioni, Don Rafa y sus Fiestas de Cruz, Edmé y Tati, Dona Ketty y familia, Don Gardel y familia, y muchos otros que los años han borrado de mi memoria. Todos eran parte de mi mundo adolescente.

Pero la aventura más grande era la cuesta de Doña Soty conectando la Segunda calle con la Tercera. Era la subida más dura del barrio, larga y empinada, donde los muchachos nos retábamos a ver quién podía subirla sin parar. Mi bicicleta vieja y yo no podíamos, así que empujaba la bicicleta cuesta arriba. Pero no me importaba porque me esperaba mi parada favorita.

A mitad de la subida estaba la casa de Doña Soty y mi amiga Alma, donde ella me ofrecía diariamente una taza de café negro, dulce como la caña, que me calentaba todo por dentro y restauraba mi energía para continuar con mi ruta. Me quedaba en su balcón tomando el café y mirando hacia el mar, mientras preparaba desayuno para su familia. Tal vez fue ahí donde aprendí que Tallaboa era mejor con periódicos y café.

Terminaba de subir la cuesta y seguía por la Tercera Calle. Pasaba la casa de Don Perfecto, "Titi Fina", Vietnam, El Chino, los Bracero, donde también dejaba el periódico. Bajar la subida de Pichy Casiano era pura diversión—velocidad, viento, y esa sensación de que podía volar. Subía el otro lado frente a la casa de Ángela y Eva Muñiz, seguía hacia el este pasando las casas de Don Atilano, Don Francisco, y Don Jerry. A Don Jerry le apodamos Daktari por su Jeep viejo sin techo, su cálida sonrisa, su pelo largo y su sombrero que lo hacía ver como si fuera un explorador.

Las últimas paradas eran la casa de mis tíos Luis y Georgina Rentas, donde siempre se sentía el amor de familia, y por último la cuesta de la familia Echevarría, y mis grandes amigos Mildred y Ernesto Cuascut.

Regresaba a casa con el sabor del café todavía en la boca. Llegaba vigorizado y contento, listo para ir a la escuela pero llevando conmigo todos los saludos y sonrisas mañaneras adornados por la historia que mi barrio me había dado esa mañana. 

Ahora, décadas más tarde, cuando tomo mi café de cada mañana, cierro los ojos y puedo sentir la brisa de Tallaboa, oír el sonido de las ruedas en la calle, y recordar cuando todo mi mundo cabía en una bicicleta azul y una bolsa llena de periódicos. Y si escucho bien, todavía puedo oír la voz de Don Gelo en el viento diciéndome, "Otro día en paradiso, muchacho, otro día en paradiso."

Quiero dar las gracias a todos los que compraron mis periódicos en aquel tiempo, y sobre todo a Doña Soty por ese café tan rico que me ofrecía cada mañana. Hay memorias tan especiales que nunca se olvidan y se quedan grabadas en el corazón para siempre.


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